...La encina estaba cerca de un olmo; las dos copas casi se tocaban. Una rama del olmo
pasaba a medio metro por encima de una rama del otro árbol; le fue fácil a mi hermano
dar el paso y conquistar así la cima del olmo, que no habíamos explorado nunca, pues era
de horcadura alta y difícil de alcanzar desde el suelo. Ya en el olmo, buscando siempre
una rama que pasara muy cerca de las ramas de otro árbol, se pasaba a un algarrobo, y
luego a una morera. Así era como veía avanzar a Cósimo de una rama a otra, caminando
suspendido sobre el jardín.
Algunas ramas de la gran morera llegaban hasta la tapia de nuestra villa y la
sobrepasaban; del otro lado estaba el jardín de los de Ondariva. Aunque éramos vecinos,
no sabíamos nada de los marqueses de Ondariva y nobles de Ombrosa, porque al
disfrutar ellos de ciertos derechos feudales sobre los que nuestro padre se jactaba de
tener pretensiones, un odio recíproco dividía a las dos familias, así como una tapia alta
que parecía el muro de un castillo dividía nuestras villas, no sé si mandado erigir por
nuestro padre o por el marqués. Añádase a esto el celo con que los Ondariva rodeaban
su jardín, poblado, por lo que se decía, de especies de plantas nunca vistas. Y en efecto,
el abuelo de los actuales marqueses, discípulo de Linneo, había removido toda la extensa
parentela que la familia tenía en las cortes de Francia e Inglaterra, para hacerse enviar las
más preciadas rarezas botánicas de las colonias, y durante años los navíos habían
desembarcado en Ombrosa sacos de semillas, haces de esquejes, arbustos en macetas,
e incluso árboles enteros, con enormes envoltorios de panes de tierra en torno a las
raíces; hasta que en aquel jardín crecieron - decían - una mezcla de selvas de la India y
de América, si no de Nueva Holanda.
Todo lo que podíamos ver nosotros eran las hojas oscuras de una planta recién
importada de las colonias americanas, la magnolia, que asomaban por el borde de la
tapia, y de cuyas ramas negras brotaban unas carnosas flores blancas. Desde nuestra
morera Cósimo saltó a lo alto de la tapia, dio algunos pasos manteniendo el equilibrio y
luego, sosteniéndose con las manos se descolgó al otro lado, donde estaban las hojas y
las flores de la magnolia. Desapareció de mi vista; y lo que ahora diré, como muchas de
las cosas de este relato de su vida, me las refirió él mismo después, o bien las obtuve de
testimonios dispersos y conjeturas.
Cósimo estaba en la magnolia. Aunque de ramas compactas, este árbol era practicable
para un muchacho experto en toda clase de árboles como mi hermano; y las ramas
resistían su peso, aún cuando eran no muy gruesas y de una madera tan blanda que
Cósimo las pelaba con la punta de sus zapatos, abriendo blancas heridas en el negro de
la corteza; y envolvía al muchacho en un fresco perfume de hojas, cuando el viento las
movía, y el verdear de sus caras ora era opaco, ora brillante...
Italo Calvino